Bonjour mes lecteurs.
Ustedes no lo saben porque nunca escribí sobre eso, pero en algún momento tomé clases de francés. Ya tenía la curiosidad porque pensé que me sería útil para emigrar a Canadá si algún día el gobierno de este país se iba à la merde. El problema es que eso pasó precisamente el 1 de julio de 2018, y yo nunca pude terminar de aprender el idioma galo así que mis aspiraciones de atascarme de miel de Maple, volverme fan del hockey sobre hielo y corroborar si la parte de arriba de la cabeza de los canadienses realmente se separa de su boca al hablar (como en South Park) se fueron también para allá.
Independientemente de eso, hay algo muy curioso que ocurre entre las sociedades mexicana y francesa y que voy a detallar en cuanto explique una teoría muy importante de la criminología llamada Teoría de las Ventanas Rotas.
Esta teoría, introducida en 1982 por James Wilson y George Kelling en la revista «The Atlantic Monthly», habla de que los psicólogos sociales y oficiales de la policía tienden a estar de acuerdo en que si una ventana en un edificio se rompe y no se repara a tiempo, al poco tiempo el resto de las ventanas estarán rotas también. Esto es debido a que una ventana rota es señal de que a nadie le importa, y por lo tanto, romper el resto de las mismas no cuesta nada y puede ser divertido.
Posteriormente en 1996, George Kelling y Catherine Coles ampliaron esta teoría, argumentando que una estrategia exitosa para prevenir el vandalismo es corregir los problemas cuando son pequeños todavía. Si se reparan las ventanas rotas al poco tiempo, la tendencia será que los daños ocasionados disminuyan antes de salirse de control. Si se limpian las banquetas todos los días, la basura no se acumulará, y si los problemas que afean o hacen insegura una determinada zona de la ciudad se corrigen a tiempo, la gente respetable del barrio no tendría necesidad de huir de sus hogares dejando la comunidad a la merced de personas indeseables.
Yo considero que hay una gran verdad en lo que nos dice la teoría, por simple lógica. Si una bola de nieve que se desliza por el lado de una montaña no se detiene a tiempo, se puede convertir en una avalancha de potencial destructivo inimaginable, y eso es cierto en las conductas humanas. Un niño que hace berrinche cada vez que no se le cumplen todos sus caprichos se convertirá en un adulto resentido que hará lo que sea necesario para conseguir lo que quiere.
¿Esto qué tiene que ver con la sociedad mexicana? Mis connacionales que lean este artículo no me dejarán mentir, y anteriormente había escrito al respecto (1, 2). En México, especialmente en las ciudades, es muy comun encontrarse calles completamente llenas de grafiti, montañas de basura apiladas en las esquinas, mierda de perro en toda la calle como si se tratase de un campo minado, parques infantiles destrozados, contendedores de basura dañados o que fueron robados, y un largo etcétera. Todo lo anterior gracias a la excesiva permisidad y tolerancia de una sociedad que cada vez menos le importan sus alrededores y su nivel de vida. Habrá quienes me digan que si mucha gente no tiene para comer no les va a afectar algo tan subjetivo como sus alrededores pero sí tiene que ver, y mucho.
En mi artículo anterior hablé sobre el bienestar. Una palabra que significa «tener lo necesario para estar bien y estar tranquilo» según la RAE. Una persona que tiene miedo de salir de casa por la rampante inseguridad, o que tenga que vivir con barrotes en sus puertas y ventanas en lugar de los delincuentes para sentirse más segura, no es una persona tranquila. Si esa persona tampoco tiene lo necesario para vivir porque cerraron su fuente de trabajo por esa inseguridad, menos va a estar bien. ¿Entonces ya ven cómo sí influye en el bienestar de esa persona lo que sucede a su alrededor?
Todo es un ciclo: una sociedad tranquila es una sociedad productiva. Una sociedad preocupada es una sociedad perdida. Los franceses lo saben y por eso mayoritariamente no permiten que nada afecte su tranquilidad. Históricamente hemos visto cómo pueden hacer que arda en llamas su país como en la Revolución Francesa o más recientemente con el movimiento de los «Chalecos Amarillos» (gilets jaunes) con tal de recuperar su tranquilidad. En muchos lugares de Francia, en especial en París, encontramos símiles con la sociedad mexicana: la gente se mete a las fuentes públicas porque le da la gana y los delitos son comúnes, pero la diferencia es que en Francia es un delito mismo el no auxiliar o reportar un crímen o situación como esas, y hay multas económicas y condenas considerables, a diferencia de México donde un robo no se considera delito si no fue de al menos 50 mil pesos en un país donde el salario mínimo apenas rebasa los 3,500 pesos mensuales, por lo que esos 50 mil pesos son una pequeña fortuna; a nadie le conmueve si se está cometiendo un crímen por el mismo miedo que hay a alzar la voz por la colusión entre los delincuentes y las autoridades, y el daño al mobiliario urbano es algo que a nadie le importa.
Yo viví 27 años de mi vida en Iztacalco en el oriente de la Ciudad de México, adyacente a Iztapalapa, una de las zonas más peligrosas y por ende con los peores niveles de vida dentro de la urbe, y a Nezahualcóyotl, también un conjunto de ciudades perdidas que forma parte del Estado de México que envuelve a la metrópolis. En todo el tiempo que estuve ahí, la constante era que cada día mi barrio empeoraba más. La gente tiraba la basura en la calle (y eso que el servicio de recolección de basura pasaba 3 veces al día), las paredes constantemente eran grafiteadas, las mejoras que se hacían con jardineras y juegos infantiles nuevos eran destruídas al poco tiempo, las calles cada vez eran más oscuras y por ende los asaltos estaban a la orden del día, entre otras situaciones desagradables. Lo que a mi parecer fue lo que agravó la situación a un punto de no retorno fue el narcomenudeo. Muy cerca de mi casa había una secundaria pública y muchos de sus estudiantes, como es costumbre en este país, se «iban de pinta», es decir, no acudían a clases y se salían de la escuela. Algunos de esos jóvenes se dedicaban a comprar droga en los lugares cercanos a la secundaria donde se las ofrecían, a plena luz del día y con el beneplácito de vecinos y autoridades por igual. A mi parecer no hay nada más triste que presenciar cómo los jóvenes condenan su futuro de esa manera.

La decadencia del lugar se remonta casi al orígen del barrio en sí. La zona fue inaugurada a principios de los años 70’s como una de las unidades habitacionales «modelo» del Infonavit, la institución gubernamental encargada de dotar de vivienda a los trabajadores mexicanos. Era un conjunto de casas y edificios uniformes al estilo de Pruitt-Igoe en la ciudad de St. Louis Missouri en los Estados Unidos que tenía años en el abandono y que sólo se terminó y se inauguró cuando se construyeron avenidas principales y medios de transporte que conectaban esa entonces muy alejada zona de la ciudad con el centro. A diferencia de Pruitt-Igoe que dejó de existir por la pésima calidad de construcción de sus viviendas y la falta de zonas verdes y de esparcimiento en el conjunto habitacional, Infonavit Iztacalco se mantuvo porque siempre contó con todo lo necesario para subsistir en su interior: clínicas, escuelas, centros comunitarios, tiendas, parques, etc. y la calidad de las construcciones y el tamaño de las mismas era el adecuado.

Sin embargo, el convivir con barrios marginados (las colonias Ramos Millán, Campamento 2 de Octubre y Picos que la rodean son notoriamente peligrosas) y su relativa lejanía con los centros productivos de la ciudad de México, además de la falta de reglas de convivencia y la ausencia de figuras de autoridad eficientes, fueron lo que poco a poco comenzó a alejar a sus habitantes originales y a atraer a gente cuyos usos y costumbres comenzaron con el declive de la zona. Empezó la proliferación de vagos y borrachos en las calles que luego se convirtieron en narcomenudistas y rateros. Otro de los factores que causó la perdición de Pruitt-Igoe y que acentuó el declive de Infonavit Iztacalco fue la densidad poblacional. Las viviendas mexicanas estaban diseñadas para un máximo de 4 a 6 personas por familia, pero se empezaron a rebasar esos números por mucho con cada nueva familia que se mudaba a la zona. La evidencia más obvia de esto son las casas del conjunto habitacional que han sido ampliadas sobre las cocheras o incluso unidas con casas adyacentes, y donde pueden vivir hasta 10 personas o más.
La teoría de las ventanas rotas es muy clara en cuanto a que una comunidad debe de ser unida para mantener el orden, pero si los vecinos son tantos que difícilmente se pueden conocer entre ellos, esa cohesión no se puede lograr y por ende el desorden impera en la comunidad. El declive de Infonavit Iztacalco también se ha replicado en la obra insignia del modernismo en México: el conjunto habitacional Nonoalco-Tlatelolco, pero ese desafortunadamente también ha sufrido deterioro por su calidad de construcción y un pasado manchado de sangre por la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en 1968, y la devastación ocasionada por el terremoto de 1985 en la Ciudad de México.

(Continúa en la segunda parte)